14.10.04

La leyenda de la fuente del amor

Tomado de: http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/ autoresactuales/Montesino/MitilogiaMontesino/tradiciones.asp La leyenda de la fuente del amor Mana el agua del misterioso ykua Bolaños. Así, fluyente, se la ha visto desde hace casi tres siglos. Ahora es verano. Recorre el Paraguay un año desgraciado: mil novecientos sesenta y nueve. Año de guerra. Año de huida hacia el Aquidabán. Las aguas milagrosas le dan al sitio desde donde nace el arroyo un aura diferente. Mágica si se quiere. Fresca. Propicia para el amor. A caballo llega un joven hasta el sitio desierto. De un salto desciende a tierra antes que el caballo se detenga. Y al tocar el suelo que verdea de una gramilla tierna, en una demostración de habilidad que sólo él disfruta se quita el sombrero y lanzándolo suavemente le hace describir una pirueta combada tras la cual queda apenas colgado de la punta de una rama seca. Se sienta el hombre al pie de un árbol tarareando una cancioncilla suavemente. Espera a alguien o simplemente disfruta del paraje. Nadie que venga hasta el ykua con esa alegría inconfundible puede estar simplemente de paseo. El muchacho parece esperar a su amada. Está ansioso. Un buen tiempo ha pasado y el mozo se ha ido adormilando. El mentón le cae ahora sobre el pecho. ¿Estará dormido? Una jovencita llega al claro desde el monte. Se acerca a la cruz que memora el milagro. En silencio se arrodilla y reza. Enciende fuego a dos velas. Las rodea con piedras y las deja allí. ¿Habrá hecho alguna promesa? Ahora la muchacha cruza el pequeño puente de piedras tendido sobre el arroyuelo y se dirige hacia el lugar donde el hombre dormita. Con los encajes de su mantilla roza el rostro del muchacho. De inmediato se despierta y se excusa ante la mujer. “¡Oh, gracias a Dios que estás aquí! Como tardabas un poco me he adormilado, pero lo peor no fue eso, estuve soñando que debía partir sin poder verte. ¡Qué alegría!” La toma entre sus brazos y se funden entregados al amor. Ella sabe que es el final. Él parece no saberlo. O es que realmente su inocencia es grande o sabe esconder muy bien sus sentimientos. A punto de marchar con las tropas hacia el Aquidabán aparece optimista con respecto a la guerra. Seguramente no quiere darle un disgusto a su amada. Las campanas de una iglesia lejana dejan caer sus cansados sonidos sobre las aguas del arroyo. Se diría que aquellos sonidos vienen a morir en el ykua. Los pájaros van llegando desde todos los puntos cardinales para quedarse en los árboles que rodean al arroyo. Con empujoncitos leves, la noche aparta al sol y va ocupando su sitial de reina de las sombras. Antes de aquietarse para el descanso, la vida da muestras de su enorme poder. “Tengo sed”, dice la joven. El hombre le entrega la guampa orlada de oro que lleva atada a su cintura y le acompaña hasta la vertiente. La mujer carga el agua y bebe. “Volveré pronto, ya verás. Y entonces estaremos juntos para siempre”, dice el hombre. “Para siempre”, dice ella devolviéndole la guampa de donde bebiera. Queda aún un poco de agua en su interior. El hombre mira el recipiente. La marca de los labios de su amada. Se lleva el objeto hacia la boca. Apoya sus labios en el lugar marcado y bebe el agua que resta en el interior. Un beso sobre otro beso. Al fin se despiden tiernamente. La mujer desaparece en el monte y el hombre emprende el camino de la guerra sobre su caballo. Ya no tiene dudas. Volverá junto a la mujer que ama. Y esta vez no es inocencia ni lástima. Es una fuerza extraña. Se diría que viene del agua y del fuego. De aquellos cirios que ardían lentamente frente a la cruz y del agua que bebió del mismo vaso con su amada. El hombre fue uno de los pocos sobrevivientes de la guerra. Logró burlar a la muerte y a las prisiones enemigas para llegar sano y salvo junto a su amada. Desde entonces el ykua Bolaños sumó un milagro tras otro pues se inició la creencia de que si dos enamorados beben del mismo vaso agua del ykua ya nada podrá separarlos.

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